Al llegar a Idomeni nos
encontramos con cientos de tiendas de campaña diseminadas entre el barro. Niños
resguardados en ellas con caras tristes, aislados unos de otros. Madres
desconsoladas con las miradas perdidas y hombres hablando entre ellos. Nos
miraban con desconfianza. Habían desaparecido muchos niños.
Recorrimos el campamento vestidos
con nuestros trajes y sombreros coloridos y con las narices grandes y rojas.
Los más pequeños se asomaban por las rendijas de las tiendas sin saber qué
ocurría.
Anunciamos la fiesta y les
invitamos a que vinieran con nosotros. Había mucha expectación. El jolgorio
comenzó, la música, los muñecos de globos y los pequeños regalos, aparecieron.
Poco a poco fueron cambiando sus
caras. El mejor regalo que recibíamos de ellos fueron sus sonrisas. Pasaron de
ser personas aisladas con sus sufrimientos, a gente aplaudiendo y riendo. Todos
en el mismo equipo.
Padres, que no habían visto reír
a sus hijos en mucho tiempo contemplaban sus caras de alegría, y con sus gestos
nos agradecían lo que estábamos haciendo.
Al día siguiente, volvimos a
repartir risas. En el transcurso de la mañana las emociones se dispararon,
sobre todo cuando una mujer vestida de negro, y con cara triste, se acercó a
nosotros. Nos enseñó una fotografía de un niño. Decía que era su hijo. Lo había
perdido en el camino, mientras llevaba a los más pequeños de la mano. El niño
venía detrás, o eso creía ella. Cuando pararon para descansar se dio cuenta que
le faltaba.
Quería saber si lo habíamos visto
y, que en el caso de verlo, informáramos a la policía.
Nuestra intención era seguir
estando con ellos más tiempo. Pero sabíamos que en otros lugares también
estaban necesitados de nuestras risas.
Teníamos que partir.
La risa llega siempre, aunque a veces es difícil contagiarla, como en el relato que nos cuentas.
ResponderEliminarBuen texto.
Un relato triste y con alguna esperanza, muy bien Alfonso.
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